Esta obra clásica, quizás la más representativa del lúcido y apasionado Chateaubriand junto con sus memorias de ultratumba, es una apología del cristianismo. Como en todas las obras de estas características, el defensor y apologista trata de persuadir al lector y convencerle de sus ideas y teorías sobre el mensaje cristiano. El libro es de lectura ágil, de una erudición pasmosa, como todos los de este estilo. La influencia de Chateaubriand sobre los románticos franceses es manifiesta. Básteme citar la frase que Victor Hugo escribió en su diario cuando apenas era un joven con toda su obra aún por escribir: “je veux être Chateaubriand ou rien”: quiero ser Chateaubriand o nada. Como todo hombre de genio, Hugo vio en Chateaubriand la obra total y definitiva. Debo confesar que yo leí este libro en mi juventud, pero no recordaba la gran mayoría de teorías que el libro defiende. Su relectura me ha traído a la memoria el recuerdo de algunos de mis autores más queridos: Milton y su paraíso perdido, el primer clásico inglés que leí a la edad de 21 años; la Jesuralén liberada de Tasso, ese poema épico de la literatura italiana que leí poco después; las menciones a la comedia de Dante, cuyo infierno perdura en la memoria de los lectores, pero también su visión de la divinidad, parecida a la de los místicos alemanes, dentro de la capacidad que tiene el lenguaje para comunicar lo inefable. La obra pretende demostrar a través de la razón la existencia de Dios. Las pruebas que Chateaubriand arguye son principalmente las ideas del orden y la belleza que se reflejan en la creación, por lo que debe existir un Creador, omnipotente y eterno, que haya instaurado esa regularidad que percibimos en la naturaleza y que suponemos que continuará inalterable. Acude a las tesis de Leibniz y Clarke para probar la existencia de un ser necesario, borrando así el escepticismo de Bayle y el supuesto ateísmo de Spinoza. También defiende la inmortalidad del alma, que deduce de los diálogos de Platón y las creencias de los antiguos pueblos, los pitagóricos, el orfismo, las tablas caldeas, los egipcios. Por último Chateaubriand hace una defensa del papel de la Iglesia en el cristianismo, defendiendo los valores morales que Jesucristo enseñó: el amor al prójimo, el amor a los enemigos, el no hacer el bien en público, el perdón y la misericordia. Y la defensa de la fe cristiana por encima del resto de religiones. El budismo no conoce a Dios, el islam no tiene un Dios benévolo y misericordioso como el padre de Jesucristo, los hindúes tienen miles de dioses, aunque veneran a una Trinidad similar a la católica, conocida como Trimurti, Brahma, Vishnu y Shiva, creador, conservador y destructor del universo relativamente. La diferencia entre el cristianismo y el resto de religiones que no tienen un libro como símbolo sagrado reside en que la salvación está en Jesucristo y no en el hombre, por lo que depende de un acto de fe. Para el hinduismo, para el budismo, nos encarnamos eternamente hasta que seamos capaces de alcanzar la liberación. Para el judaísmo sólo los judíos son el pueblo elegido de Dios, lo mismo para los musulmanes, no hay salvación fuera de Allah. Por eso dijo Jesucristo que todos eran bienvenidos a la mesa de su padre, ricos y pobres, amos y criados, los hijos de Abraham y los paganos.
Mis disculpas a mis lectores habituales por tardar tanto tiempo en subir una nueva reseña. El estudio de la metafísica, de la historia de las religiones y de la estética y teoría del arte me priva de un tiempo precioso para poder leer a los clásicos. Ahora me aguardan los cuentos de Hardy, de Melville, de Machen y de Hoffmann, pero antes me sumergiré en la lectura de Hermann Broch y su obra maestra Der Tod des Virgils, la muerte de Virgilio, de la que espero hacer una reseña pronto. Feliz puente a todos.