Este es el segundo volumen de las obras completas de Dilthey, obra en la que estudia el desarrollo de la antropología y la cosmología durante los siglos XVI y XVII. Se trata de una época determinante para el desarrollo de las ciencias del espíritu tal y como Dilthey las quiso establecer. Lo que empieza por estudiar es la crisis religiosa que se inicia con Lutero y la Reforma. Lutero se encargó de estudiar las sagradas escrituras para concebir una nueva religión donde la autoridad eclesiástica no tuviera cabida. Así, llegó a la conclusión de que lo que salva al hombre es la fe. El concilio de Trento respondería lo que dice Santiago en la Biblia, que la fe sin obras está muerta. Pero para Lutero, el tener fe ya justifica las buenas obras. Su contemporáneo Melanchton fue quien en la protesta de Espira se alzó contra Carlos V, y lo que daría lugar al término protestantismo. Melanchton es un aristotélico que quiere demostrar la existencia de Dios por la obra de la naturaleza y la teleología inmanente implícita en ella. Por otra parte, Dilthey también analiza los sistemas políticos de la época, deteniéndose y estudiando con profundidad las tesis de Maquiavelo. Para éste, el hombre no es malo por naturaleza, pero tiende a seguir sus instintos más primarios de odio y autodestrucción. Maquiavelo dice que el hombre es una fuerza de la naturaleza, una energía viva, y que el azar domina la mitad de las acciones de su vida, mientras que la otra mitad está en nuestro poder. El egoísmo que rige la conducta del hombre será luego estudiado en profundidad por Hobbes y su famoso Leviatán. La famosa frase, homo homini lupus, describe las pasiones que controlan el corazón del hombre. En cuanto a la metafísica y a la ciencia, destaca sobre todo la obra de Galileo, el padre de la ciencia moderna como lo apodó Einstein, y que descubre las leyes del movimiento, dando lugar a una matematización de la naturaleza y al estudio de una cinemática pura. Kepler y Copérnico echan por tierra la tesis aristotélica de que la tierra es el centro del universo, y proclaman el heliocentrismo, que con tanto ímpetu acogerá Giordano Bruno. Éste había declarado la infinitud del universo y la divinización de la materia cuando la Iglesia lo condenó a morir en la hoguera. Los ecos de Bruno se perciben en Spinoza y Leibniz. Dilthey deja muy claro la influencia del estoicismo romano, sobre todo de Cicerón y Séneca, en el desarrollo del espíritu metafísico y científico de los siglos XVI y XVII. Spinoza estudiará los afectos como si fueran puntos, líneas y superficies, es decir, con rigor geométrico. Leibniz desarrollará sus tesis del mejor de los mundos posibles basándose en el principio de perfección y asimilará las formas sustanciales de los escolásticos con las entelequias vivas. Sustancia es todo ser capaz de acción y percepción es toda multiplicad que se da en la unidad. Con este pensamiento, Dilthey termina este bello libro, que continuará con el estudio desde Leibniz hasta la época de Goethe.