En este ameno libro, Borges escribe varios prólogos de los libros que formarían parte de la colección la biblioteca de Babel. Se trata pues de una serie de libros, favoritos del autor argentino, que prologó con su siempre encantadora prosa. Como siempre que se trata de Borges, nos encontramos con toda la literatura universal. Así nos adentramos en la obra de Papini, que Borges leyó en su infancia, y que tiene un carácter onírico y fantástico, como la divinidad de Berkeley; la prosa de Stevenson, maestro de Kipling y de tantos otros autores, maravillosa y perfecta en su simplicidad. En ella se trata el tema del doble, como en Markheim; el mundo de sueños dentro de sueños de Gustav Meyrink y su obra el Golem, inmortal entre los libros del mundo. Como Dios, el autor crea un ser viviente mediante la conjugación de las palabras precisas y exactas, de un material mágico como el polvo, al igual que Adán; Kipling es estudiado como el defensor del imperio británico, continuación del imperio romano y que veía en gran Bretaña el poder y la gloria de la política. Horacio le ayudaría a superar sus noches de insomnio; Melville y su eterna ballena blanca, símbolo del mal y acaso del Universo. También menciona su obra Bartleby, que prefigura la obra de Kafka y el sin sentido del mundo y de la vida, como ya Góngora hiciera en sus soledades. Otro de los autores preferidos del autor argentino es Kafka, en cuyas novelas vemos dos temas principales: la subordinación y el infinito. Kafka ordenó quemar su obra para que no fuera publicada, pero su amigo Max Brod hizo caso omiso, felizmente para nosotros, que ahora leemos con fruición las pesadillas que el autor checo tejió; también Poe se sumerge en la pesadilla con sus cuentos de terror y fantásticos, pero es además conocido por su teoría literaria de que el poema es una labor intelectual y no un don de la musa; en el diablo enamorado Jacques Cazotte sigue el mito de Fausto, pero con un matiz desconocido hasta entonces. El diablo realmente llega a enamorarse del protagonista; Voltaire, que escribió su Cándido para burlarse del optimismo del ingenuo Leibniz, ha dejado su huella en obras como la princesa de Babilonia o Micromegas. Tenemos derecho a decir que un mundo que nos ha dado a Voltaire tiene razones para ser considerado el mejor; nos queda Chesterton, que escribió que “la noche es un monstruo hecho de ojos y más grande que el mundo”, dejando para la posteridad obras tan eternas como el hombre que fue Jueves; Queda Henry James, ese autor que vio en las situaciones y no en la acción ni en los caracteres de los personajes la importancia del relato; de ahí su ambigüedad deliberada; y por último nos quedan los relatos de las mil y una noches, esa obra inconmensurable que Galland tradujo en el siglo XVIII y que abriría la imaginación de los lectores europeos y occidentales.
Hay compilaciones para el grato recuerdo. Estos prólogos son una de ellas.