Erwin Rohde, hijo de un médico, nació en Hamburgo el 9 de octubre de 1845. Ya destacó desde joven, dedicándose al estudio de la antigüedad. Su formación filosófica la debió sobre todo a tres hombres: a Ritschl, a Gutschmid y a O. Ribbeck, que más tarde sería su amigo. En la asociación filológica de Leipzig Rohde conoció a Nietzsche en 1866. La admiración que ambos sentían por Schopenhauer y Wagner echó los cimientos de una larga amistad entre ellos, y el mismo Rohde dice en carta a Nietzsche que fue esa amistad la que llevó su vida por unos derroteros que ya nunca, probablemente, habría de abandonar. Nietzsche, cuyo origen de la tragedia hubo de defender Rohde contra los ataques de Wilamowitz no volvió a encontrarse con él hasta 1886, después de diez años de separación. El distanciamiento que los separaba se convertiría en abierta ruptura al año siguiente.
La obra que estoy reseñando, Psique, tiene mucho en común con el origen de la tragedia de Nietzsche. En esa obra, Nietzsche estudia el origen psicológico de la tragedia griega. Contrapone Dionisos a Apolo, los impulsos contra la razón a la que se sometieron los griegos desde Platón e incluso Sócrates. Psique es un estudio de la evolución del concepto de alma entre los griegos, así como un estudio de la creencia en la inmortalidad. En los primeros tiempos, en Homero, no se tenía conciencia de una supervivencia personal, sino que el alma se hundía en el Hades en un sueño semiconsciente y en el que no se podía tener comunicación con los vivos. Hesíodo habla de las etapas de los dioses y los hombres. En la edad de oro, los hombres son inmortales y gozan de la vida junto con los dioses. En la de plata, se degenera y empiezan las guerras y las batallas. En la de bronce, la muerte se ha apoderado del hombre y el sufrimiento y el dolor rigen en la vida del ser humano. Muy influenciado por la obra de Burckhardt, Rohde se empapó del estudio de los filósofos clásicos. En Platón ya el alma adquiere un carácter autónomo. El alma es eterna e inmortal y habita en otra morada. El cuerpo es su prisión y sólo cuando se desembarace y se separe de él podrá alcanzar una dicha plena. Heráclito consideraba el alma como un fuego que se transmutaba en todas las cosas, y al morir el alma era agua. Los filósofos presocráticos tenían una versión hilozoísta del universo y el alma era sólo un tema más del estudio de sus investigaciones, cuyo principal interés era la naturaleza. Para Aristóteles el alma es la forma del cuerpo que tiene la vida en potencia, por lo que cuando el cuerpo muere el alma no sobrevive. Es como su instrumento. Sólo la inteligencia sobrevive y es eterna como Dios. Por eso los comentadores compararon el nous de Aristóteles con Dios. Los estoicos creían en que el alma perecía con el cuerpo. Así Panecio y después Posidonio hablan de una restauración de todas las cosas, pero no de las mismas personas. Finalmente en el neoplatonismo el alma desciende hasta el mundo material para captarlo y regresar al Uno, principio de todas las cosas, indescifrable e indefinible.