Soy un extranjero en mi país. Aunque no lo creáis, aunque muchos de los que leéis estas reseñas mías me hayáis dicho que escribo muy bien, que soy capaz de ordenar las ideas y sintetizar conceptos complejos y explicarlos de forma simple, creo que esta habilidad mía se debe prácticamente a haber leído todo lo que ha caído en mis manos, pero tal vez esta capacidad se deba principalmente a que he leído en otras lenguas y puedo distinguir los estilos. No se trata sencillamente de leer a otros autores traducidos, sino de leer a otros autores en su lengua original. Parece que las personas que podemos leer y conocemos otras lenguas somos capaces de almacenarlas en distintas zonas del cerebro. Realmente creo que mi estilo no se debe al español, sino a una miscelánea de otras lenguas, romances y germánicas, que se han ido depositando en mi mente con el decurso de los años. Digo que soy un extranjero en mi tierra porque por lo general no me gusta la literatura española, por distintas causas. Puede que mi profesora de lengua española del instituto tuviese parte de culpa, ya que nos hacía analizar la sintaxis hasta niveles demasiado complejos para un chaval de 16 años. Lo mismo me sucedió con las matemáticas, que odié cuando el profesor de turno no supo explicarme el concepto de derivada y me dijo que me aprendiese la fórmula sin saber para qué se empleaba. Sin embargo, siempre se me dio muy bien el inglés y me encantaba leer los libros que nos mandaban, así como escuchar las canciones de heavy metal de la época, cuyas letras podía entender sin dificultad. Tal vez por eso me decidí a estudiar filología inglesa cuando terminé el bachiller, aunque antes hice un año de derecho, carrera que abandoné cuando vi que tenía que memorizar el derecho administrativo. Yo no sabía qué hacer, y mi padre había estudiado derecho y me metí por inercia. Salvo lo que aprendí acerca de historia del derecho español, que me resultó muy interesante, ese año fue tirado a la basura. En el instituto también estudié francés durante cuatro años, aunque nunca llegamos a avanzar más allá del passé composé. El francés no se me daba mal por aquella época y sacaba buenas notas. Asimismo, al elegir letras puras, estudié dos años de latín, lo cual me supuso un esfuerzo mental muy elevado y más de un dolor de cabeza. Traducir a Ovidio y aprender las declinaciones, no saber cómo traducir el verbo, verme perdido ante las posiciones de las palabras en la oración, me parecía un auténtico infierno. Menos mal que la profesora era benevolente y nos pasaba la mano tanto a mí como a los otros cinco compañeros que estábamos en clase. Tuve suerte de que en la Selectividad nos tocó Julio César, el único autor que es sencillo de traducir en latín (los que hayáis estudiado algo de latín sabéis a lo que me refiero, bendito ablativo absoluto). Luego empecé la carrera y elegí alemán como segunda lengua, pero suspendí porque me pareció tan complejo que ni siquiera iba a las clases y ni me presenté al examen. Había como una barrera mental que me impedía comprender el alemán, algo que me hacía verlo como algo muy abstruso y además violento. Debía ser la idea que tiene la mayoría de la gente cuando en las películas de los nazis escuchan hablar a Hitler en alemán que parece que todos los alemanes están enfadados y de mal humor. Conseguí aprobar alemán en el último año de carrera con un 5 raspado porque el profesor me pasó la mano. Yo no podía saber en aquel entonces que acabaría amando la lengua alemana y que terminaría pareciéndome tan sencilla como hacer una suma elemental, así como que podría leer a Goethe en el original (Y a los no menos grandes Hölderlin y Heine). Y traducir textos. Cuando esto ocurrió se me saltaron las lágrimas, como alguien que ha conseguido un objetivo muy difícil tras un largo esfuerzo y constancia.
Os estaréis preguntando por qué os he soltado esta parrafada autobiográfica. Todo tiene su lógica interna cuando conocemos sus componentes. Voy a hablaros un poco de la obra de Góngora, posiblemente el poeta más complejo de entender de toda la historia de la literatura, por sus referencias mitológicas y su estilo enrevesado. En la facultad hice una asignatura que se llamaba Góngora y Quevedo, donde analizamos las Soledades de Góngora durante todo un cuatrimestre, así como algunos de los mejores y más famosos versos de Quevedo. Góngora es un autor obscuro, sus versos son excesivamente largos, las referencias mitológicas hacen que el lector novel tenga que acudir a un diccionario de mitología grecolatina, pero la forma que tiene de expresarse es bellísima. Tal vez porque no sabemos lo que está contando. Perífrasis, sujetos que no concuerdan con los predicados, géneros invertidos, referencias implícitas que no están en el texto, todo ello hace de la obra de Góngora algo así como lo que los japoneses denominan Yugen “belleza misteriosa”. Los japoneses han expresado muy bien esa belleza a través de los Haikus, instantes efímeros, que representan el cambio que predicaba Heráclito y cómo todo se nos escapa de las manos. Esa brevedad de la vida, eso efímero es lo que hace que lo bueno no degenere en tedio. Esa fugacidad de la vida que hace que la vida sea valiosa porque a todos nos aguarda la muerte. Cuando terminé esa asignatura Góngora ya no me parecía complejo, me parecía un reto superado. Yo ya había leído en aquellos años le metafísica de Aristóteles durante todo un año y el paraíso perdido al completo en la muy legible y maravillosa traducción de Esteban Pujals. El estilo épico y grandilocuente me encantaba. Siempre me ha gustado el estilo elevado, la retórica y los vocablos cultos y eruditos. Con esta base, pues sin darme cuenta me había leído en un año la obra más compleja de la filosofía occidental (si dejamos aparte el dialecto que Hegel creó y que siguió Heidegger y la obra teórica de Kant), Góngora me resultaba un formalista ejemplar. El artificio verbal de Góngora me parecía majestuoso. En algunos momentos se veía que estaba escribiendo en un español que derivaba métricamente del latín más excelso de Virgilio. En Francia se ha asociado a Mallarmé como un seguidor de Góngora. Efectivamente en Mallarmé vemos el recargamiento de la lengua francesa en su máximo esplendor, como todo el simbolismo francés. El francés es un idioma recargado, que exalta los sentidos y fonéticamente muy atrayente en cuanto a la musicalidad sonora. De las lenguas romances, el francés es la más artificiosa. Mallarmé insistía en que no había que describir las cosas, sino sólo sugerirlas. Si nos metemos de lleno en el movimiento simbolista podemos extasiarnos con las imágenes visuales que crean los autores franceses. Pero como he dicho antes, no podemos leer demasiado de Góngora ni de Mallarmé. Nunca se debe leer la poesía como si fuera una novela. Leer un poema y entenderlo requiere días, semanas, meses y a veces años. Incluso toda una vida. Y en estos autores tenemos que ser parcos, como con los dulces.
Góngora pertenece al barroco y al movimiento culteranista para diferenciarlo del conceptismo de Quevedo. En aquella época Italia era el país de referencia. No sólo los latinos, sino el soneto inventado por Petrarca, Tasso, Ariosto y su Orlando Furioso eran los modelos a seguir. Los stilnovistas eran menos conocidos. Cavalcanti fue redescubierto por Ezra Pound. En la época de Góngora, el poeta italiano Giambattista Marino fue otro referente. Algunos poemas de Marino son maravillosos, sobre todo en el melodioso italiano de la época. Francia empezó a despuntar con la pléyade de escritores durante el siglo XVI y sobre todo el XVII, creyéndose herederos legítimos de las obras de los romanos y mejorando el ritmo de los versos griegos.
Góngora murió en 1627. En 1927 un grupo de poetas españoles, entre los que se encontraba García Lorca, ensalzó la obra del autor cordobés tras los trescientos años de su extinción corporal. Góngora era tenido en mucha estima por Lope de Vega, llegando a decir que debía admirar de su obra aquellas cosas que él no lograba entender. Góngora por su parte despreciaba a Lope, aunque este trató de ganarse su respeto y amistad. Lope vio en Góngora un digno rival. Quevedo y Góngora fueron enemigos irreconciliables. Los dos querían ser el mayor poeta del reino de España. Como siempre, la lucha de egos les llevó a desprestigiarse mutuamente, aunque en su fuero interno debían admirarse el uno al otro, aunque no de manera sana. Quevedo hizo mofa de la nariz de Góngora en su famoso soneto “Érase un hombre a una nariz pegado”. Quevedo es más legible, más comprensible que Góngora. Entre los herederos del inmortal cordobés se encuentran Pedro Salinas, Jorge Guillén o Luis Cernuda. Góngora ensalzaba la vida. En sus Soledades, su obra más compleja e inacabada, se plantea un cosmos donde la materia danza, como los átomos de Lucrecio. Donde habita Venus. Donde no hay Dios trascendente. El gozar de los momentos y el sin sentido de la vida. Tal vez el primer poeta nihilista español fuese Góngora. Poetas análogos a Góngora por su musicalidad son el ya citado Mallarmé, tal vez Rimbaud, Laforgue y en el ámbito británico el genial James Joyce. Yeats, otro irlandés de lujo, es demasiado simbólico hasta el punto de perdernos entre parábolas y alegorías. Mi mensaje. Leed a Góngora.